L’amore proprio è miserabile, e partesi dalla giustizia, e commette le ingiustizie, e ha uno timore servile, che non gli lassa fare giustamente quello che debbe, o per lusinghe o per timore di non perdere lo stato suo
En una visión que jamás se borró del corazón y de la mente de Catalina, la Virgen le presentó a Jesús, que le regaló un espléndido anillo, diciéndole: “Yo, tu Creador y Salvador, me caso contigo en la fe que conservarás siempre pura hasta que celebrarás conmigo en el cielo las bodas eternas” (Raimondo da Capua, Santa Catalina de Siena, Legenda major, n. 115, Siena, 1998). Aquella alianza era visible sólo a ella.
En este episodio extraordinario captamos cual es el centro vital de la religiosidad de Catalina y de cualquier otra espiritualidad: el cristocentrismo. Cristo es para ella como un esposo, con el que hay una relación de intimidad, de comunión y de fidelidad. Él es el bien amado por encima de cualquier otro bien.
Esta unión profunda con el Señor está ilustrada en otro episodio de la vida de esta insigne mística: el cambio del corazón. Según Raimondo da Capua, que nos transmite las confidencias recibidas por Catalina, Nuestro Señor se le apareció con un corazón humano, rojo esplendente en la mano, le abrió el pecho, se lo introdujo y le dijo: “Queridísima hija, como el otro día cogí tu corazón que tu me ofreciste, he aquí que te doy el mio y desde ahora en adelante estará en el sitio que ocupaba el tuyo” (ibíd.). Catalina vivió verdaderamente las palabras de San Pablo, “… no vivo yo, sino Cristo vive en mí” (Gal 2,20).
Alrededor de una personalidad tan fuerte y auténtica se fue formando una verdadera y propia familia espiritual. Se trataba de personas atraídas por la relevancia moral de esta joven de elevado nivel de vida y, a veces, impresionados ante los fenómenos místicos a los cuales asistían, como los frecuentes éxtasis. Muchos se pusieron a su servicio y sobre todo consideraron un privilegio el ser guiados espiritualmente por Catalina. La llamaban “mamma” porque como sus hijos espirituales obtenían el alimento del espíritu.
“Hijo os digo y os llamo – escribe Catalina dirigiéndose a uno de sus hijos espirituales, el cartujo Juan Sabatini – en cuanto yo os doy a luz por medio de mis continuas oraciones y de mi deseo ante Dios, así como una madre da a luz a su hijo” (Epistolario, Carta n. 141, A don Giovanni de’ Sabbatini). Al fraile dominico Bartolomeo de Dominici a menudo se dirigía con estas palabras: “Muy dilecto y muy querido hermano e hijo en Cristo dulce Jesús”.
Otro rasgo de la espiritualidad de Catalina está relacionado con el don de las lágrimas, las cuales exteriorizan una sensibilidad exquisita y profunda, y también capacidad de emoción y ternura. No pocos Santos han tenido el don de las lágrimas, renovando la emoción del mismo Jesús que no frenó su llanto frente al sepulcro del amigo Lázaro y al dolor de Marta y María y a la vista de Jerusalén en sus últimos días terrenos. Según Catalina, las lágrimas de los Santos se mezclan a la sangre de Cristo, de esto ella nos ha hablado con tonos vibrantes y con imágenes simbólicas muy eficaces: “Tened memoria de Cristo crucificado, Dios y hombre (…). Poneos como objetivo Cristo crucificado, esconderos en las llagas de Cristo crucificado, ahogaros en la sangre de Cristo crucificado”.( Epistolario, Carta n. 16, A uno de cuyo nombre me callo).
Todo esto nos hace comprender porque Catalina, aún consciente de las faltas humanas de los sacerdotes, ha tenido siempre hacia ellos una gran reverencia: ellos dispensan, a través de los Sacramentos y de la Palabra, la fuerza salvadora de la Sangre de Cristo.
La Santa senese ha invitado siempre a los sacros ministros, y también al Papa que llamaba “dulce Cristo en la tierra”, a ser fieles a sus responsabilidades, movida siempre y sólo por su amor profundo y constante por la Iglesia. Antes de morir dijo: “Separándome del cuerpo yo he agotado y dado la vida en la Iglesia y por la Santa Iglesia, lo cual es muy singular gracia” (Raimondo da Capua, Santa Catalina de Siena, Legenda major, n. 363).
De santa Catalina nosotros aprendemos la ciencia más sublime: conocer y amar Jesucristo y su Iglesia. En El Diálogo, con una singular imagen, ella describe a Cristo como un puente lanzado entre el cielo y la tierra. Éste está formado por tres escalones: los pies, el costado y la boca de Jesús. Elevándose a través de ellos, el alma atraviesa las tres etapas de cada vía de santificación: la separación del pecado, la práctica de la virtud y del amor, la unión dulce y afectuosa con Dios.